Donde Desiré
se casa con el dueño de una plantación, tienen un hijo, y viven felices hasta
que… De la norteamericana Kate
Chopin, El bebé de Desiré.
El esposo la desprecia porque no es blanca y el bebé
es morenito. Así se pensaba en los
Estados Unidos hace dos siglos. ¿Se pensaba o se piensa? Porque no creo que
haya cambiado mucho la discriminación y el
racismo, a pesar de la guerra
civil, y de las
marchas y de las luchas
por sus derechos.
“Desiré tomó a su bebé y salió de la plantación. No por el camino que la llevaría a la granja de sus padres, sino a través de los pastizales que lastimaban sus pies desnudos…”
Chopin posa con sus hijos, Nueva Orleans, 1877
Párrafos
… —Y el modo en que llora —prosiguió Desiré —es
ensordecedor.
Armand lo oyó el otro día en la cabaña de La
Blanche.
Madame Valmonde no había quitado los ojos del niño.
Lo levantó y se acercó a la ventana más iluminada. Escudriñó al niño
estrechamente, y luego miró a Zandrine con expresión de curiosidad, pero esta
estaba vuelta mirando a través de los campos.
—Sí, el niño ha crecido, ha cambiado —dijo Madame Valmonde,
lentamente, mientras lo volvía a poner junto a su madre —. ¿Qué dice Armand?
La cara de Desiré se cubrió con un brillo que era la
felicidad misma.
—Oh, Armand es el padre más orgulloso de la
parroquia, creo, sobre todo porque es un hombrecito, para llevar su nombre.
Aunque dice que no, que también habría amado a una niña. Pero sé que no es
verdad. Lo dice para complacerme, y mamá —añadió — acercando la cabeza a Madame
Valmonde y hablando en un susurro —no ha castigado a ninguno de ellos, ni a uno
solo, desde que nació el bebé. Incluso a Negrillón, que fingió haberse quemado
la pierna para no trabajar. Sólo se rio y dijo que Negrillón era un gran mono.
Oh, mamá, estoy tan feliz. Me asusta.
Lo que había dicho Desiré era verdad. El matrimonio
y más tarde el nacimiento de su hijo había suavizado mucho la naturaleza
autoritaria y exigente de Armand Aubigny. Esto era lo que hacía a la delicada
Desiré tan feliz, porque ella lo amaba desesperadamente. Cuando él fruncía el
ceño ella temblaba, pero lo amaba. Cuando sonreía, no pedía mayor bendición a
Dios. Pero el rostro oscuro y apuesto de Armand no había sido desfigurado por
los ceños fruncidos desde el día en que se enamoró de ella.
Cuando el bebé tuvo cerca de tres meses de edad,
Desiré despertó un día con la convicción de que había algo en el aire
amenazando su paz. Al principio fue demasiado sutil de entender. Sólo había
sido una inquietante sugerencia. Un aire de misterio entre los negros. Visitas
inesperadas de vecinos lejanos que apenas podían explicar su llegada. Luego, un
extraño cambio en las maneras de su marido, que no se atrevió a pedirle que
explicara. Cuando hablaba con ella, era con ojos desviados, de los que la vieja
luz de amor parecía haber escapado. Se ausentó de su casa y cuando estaba allí,
evitaba su presencia y la de su hijo, sin excusas. Y el mismo espíritu de
Satanás pareció de repente apoderarse de él en su trato con los esclavos.
Desiré se sentía tan miserable que quería morir.
Se sentó en su habitación, una tarde calurosa, con
su bata, dibujando lánguidamente entre sus dedos los mechones de su largo y
sedoso cabello castaño que colgaba de sus hombros. El bebé, medio desnudo,
dormía sobre su propia gran cama de caoba, que era como un suntuoso trono, con
su medio dosel de satén. Uno de los pequeños mestizos de La Blanche, medio
desnudo, abanicaba al niño lentamente con un abanico de plumas de pavo real.
Los ojos de Desiré se habían fijado distraída y tristemente en el bebé,
mientras se esforzaba por penetrar la amenazante niebla que sentía acercándose
a ella. Miró desde su hijo hasta el muchacho que estaba junto a él, y de nuevo.
Una y otra vez.
— ¡Ah!
Fue un grito que no pudo evitar. Que no fue
consciente de haber pronunciado. La sangre se volvió como hielo en sus venas, y
una desagradable humedad se acumuló en su rostro.
Trató de hablarle al pequeño mestizo pero ningún
sonido salía, al principio. Cuando escuchó su nombre, él levantó la vista, y su
señora estaba apuntando a la puerta. Dejó a un lado el grande y suave abanico y
obedientemente salió, sobre el pulido piso, con sus pies descalzos.
Se quedó inmóvil, fascinada, mirando a su bebé, y su
cara era la imagen del miedo.
Entonces su marido entró a la habitación, y sin
notarla, fue hasta la mesa y comenzó a buscar entre algunos papeles que la
cubrían.
—Armand —lo llamó, en una voz que podría haberlo
herido, si fuera humano. Pero él no la notó.
—Armand —dijo de nuevo. Luego se levantó y
temblorosa se dirigió a él.
—Armand —dijo casi jadeando, tomando su brazo —.
Mira a nuestro bebé. ¿Qué significa esto? Dímelo.
Fría pero gentilmente quitó la mano de su brazo y la
alejó de él.
— ¡Dime que significa! —gritó desesperadamente.
—Significa —contestó a la ligera —que el niño no es
blanco. Significa que no eres blanca.
Una rápida concepción de lo que esta acusación
significaba para ella le dio el repentino coraje para negarlo.
—Es mentira. No es verdad. ¡Soy blanca! Mira mi
pelo, es castaño. Y mis ojos son grises, Armand, sabes que son grises. Y mi
piel es blanca —dijo, agarrando su muñeca —. Mira mi mano. Es más blanca que la
tuya, Armand.
Ella reía histéricamente.
—Tan blanca como La Blanche —contestó cruelmente, y
salió dejándola sola con el bebé.
Cuando pudo sostener un lápiz en su mano mandó una
desesperada nota a Madame Valmonde.
“Madre mía. Me dicen que no soy blanca. Armand me ha
dicho que no soy blanca. Por Dios, diles que no es verdad. Tú debes saber que
no es verdad. Me voy a morir. No puedo ser tan infeliz y seguir viviendo”.
La respuesta que llegó fue breve:
“Mi querida Desiré: ven a casa a Baamonde. Vuelve
con tu madre que te ama. Ven con tu niño”.
Cuando la carta llegó a Desiré fue con ella al
estudio de su marido y la puso abierta sobre el escritorio en el que estaba
sentado. Ella parecía una estatua de piedra: silenciosa, blanca, sin
movimiento, después que puso la hoja allí.
En silencio él movió sus fríos ojos sobre las
palabras. No dijo nada.
— ¿Debo irme, Armand? —preguntó la mujer en un agudo
tono con agonizante suspenso.
—Sí, vete.
— ¿Quieres que me vaya?
—Sí, quiero que te vayas…
Un poco más
Desiré tomó a su bebé y salió de la plantación. No
por el camino que la llevaría a la granja de sus padres, sino a través de los
pastizales que lastimaban sus pies desnudos. Había salido como estaba en la
casa, sin cambiarse…
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