martes, 12 de julio de 2016

La buena tierra

Donde Wang Lung se encarga de su anciano papá mientras se prepara para recibir a su futura esposa. Se baña y se pone ropas nuevas. Los trapos sucios y rotos que usa todos los días ya los tendrá que coser ella. El viejo le reclama el desayuno y el exceso de agua que usa.

 

— ¡Mala cosa si acostumbramos a la mujer así: té en el agua matinal y todos estos lavajes!

 

Algunos párrafos del clásico de Pearl S. Buck, La buena tierra.

 

Las llamaradas del horno se extinguieron y el agua del caldero empezó a enfriarse mientras Wang Lung pensaba en todos los lechos que habría en aquella casa medio vacía. Y en el umbral de la puerta apareció borrosamente la figura del viejo, que se sujetaba sus ropas sin abrochar y tosía, escupía.

— ¿Por qué no tengo todavía el agua para calentar mis pulmones? –Suspiró el anciano.

Wang Lung se le quedó mirando, volvió en sí y se sintió avergonzado.

—El combustible está húmedo –murmuró tras el fogón-. Este viento mojado…

El viejo continuó tosiendo perseverantemente y no cesó hasta que el agua empezó a hervir. Wang Lung vertió parte del agua en una escudilla, cogió un frasco barnizado que había en un borde del fogón, sacó de él aproximadamente una docena de hojas secas y retorcidas y las echó en el agua. Los ojos del viejo se abrieron glotonamente, pero en seguida comenzó a lamentarse:

— ¿Por qué derrochas así? Beber té es como comer plata.

—Un día es un día –replicó Wang Lung con una risa breve. Tome y tranquilícese.

Murmurando, dando pequeños gruñidos, el viejo cogió el tazón con sus dedos arrugados y se quedó mirando cómo las hojas diminutas se deslizaban sobre la superficie del agua. Y no se atrevía a beber el precioso líquido.

—Se va a enfriar –dijo Wang Lung.

—Cierto, cierto  –repuso el viejo, alarmado.

Comenzó a tragar el té caliente a grandes sorbos, con una satisfacción animal, lo mismo que un niño fascinado por la comida. Pero no se distrajo tanto como para no ver a Wang Lung echar temerariamente el agua del caldero en una honda tina de madera. Levantó la cabeza y contempló a su hijo.

–Ahí hay agua suficiente para hacer madurar una cosecha –dijo de repente.

Wang Lung continuó echando el agua hasta la última gota y no contestó.

— ¡Vaya, vaya! –gritó el padre.

—No me he lavado el cuerpo, todo de una vez, desde año nuevo –dijo Wang Lung en voz baja.

Le daba vergüenza decirle a su padre que deseaba estar limpio para que la mujer pudiese verle. Cogió la tina de madera y se la llevo a su cuarto. La puerta, ligeramente afianzada en un torcido marco de madera, no se cerró herméticamente, y el viejo entró bamboleándose en el cuarto central, acercó la boca al espacio abierto y chilló:

— ¡Mala cosa si acostumbramos a la mujer así: té en el agua matinal y todos estos lavajes!

—Un día es un día –gritó Wang Lung. Y añadió-: Cuando termine, echaré el agua en la tierra y así no se habrá desperdiciado todo.

El viejo se calló al oír esto, y Wang Lung, desabrochándose el cinturón, se quitó las ropas. A la luz del foco cuadrado que penetraba por el agujero de la pared, empapó una toalla en el agua humeante y comenzó a frotarse vigorosamente el cuerpo oscuro y delgado. A pesar de que el aire le había parecido tibio, al estar mojado sintió frío y se movió con rapidez, metiendo y sacando la toalla del agua hasta que de todo su cuerpo se escapó una leve nube de vapor. Entonces se dirigió a un arcón que había sido de su madre y sacó de ella un traje limpio de algodón azul. Tal vez sentiría un poco de fresco sin sus ropas de invierno, pero súbitamente se daba cuenta de que no podría sufrirlas ahora, sobre su carne limpia. Aquellas ropas estaban rotas, sucias, y la entretela asomaba por los agujeros mugrienta y gris. No quería que la mujer le viese así por primera vez. Más tarde tendría que lavar, que remendar, pero no el primer día. Sobre los pantalones de algodón azul se echó una túnica larga confeccionada con el mismo material, su sola túnica larga, que usaba únicamente en los días de fiesta, o sea, diez o doce veces al año. Luego, con dedos ágiles, deshizo la larga trenza de cabello que le colgaba a la espalda y comenzó a peinarla con un peine que cogió del cajón de una pequeña mesa vacilante.

Su padre se acercó de nuevo y gritó quejumbrosamente por la abertura de la puerta:

— ¿Es que no he de comer hoy? A mi edad, los huesos se hacen agua por las mañanas hasta que se les alimenta.

—Ya voy –dijo Wang Lung, trenzándose el cabello lisa y rápidamente y tejiendo entre los cabos un cordón de seda negra.

Luego se quitó la túnica y, enroscándose la trenza alrededor de la cabeza, cogió la tina de agua y salió afuera. Se había olvidado por completo del desayuno. Haría una papilla de harina de maíz y se la daría a su padre, porque lo que es él no podía comer. Avanzó con la tina hasta la entrada y vertió el agua sobre la tierra más próxima a la puerta; pero mientras lo hacía recordó que había empleado toda el agua del caldero para el baño y que tendría que encender el fuego otra vez. Y sintió una oleada de cólera hacia su padre.

—Esa vieja cabeza no piensa más que en su comida y en su bebida –murmuró a la boca del horno.

Pero en voz alta no dijo nada. Era la última mañana en que tendría que preparar la comida para el viejo. Puso en el caldero un poco de agua, que llevó, en un cubo, del pozo cercano a la puerta, preparó la comida y se la dio al viejo… (Párrafos de La buena tierra, de Pearl S. Buck. Traducción y adaptación propia.)

 

Cultural Revolution
Students at Beijing Normal University

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