Es el momento del tronar de los cañones, de la
guerra, de la sangre derramada vaya a saber uno porque motivo. Napoleón manda en Europa y los españoles se
defienden como pueden. Un testigo del combate de Bailén detalla el encuentro entre carne y cañón en la locura de la
guerra, en algunos párrafos de la novela Bailén
de Benito Pérez Galdós.
Más abajo algunos datos de la biografía de Pérez Galdós y un link para leer esta hermosa novela en castellano.
El desgraciado había recibido una terrible herida en el vientre, y falto
de palabra para expresar su padecimiento, bramaba, aspirando con ansia el aire
inflamado, sacudía el cuello…
… Eran las seis de la mañana y el calor principiaba a dejarse sentir con mucha fuerza. Sentíamos ya en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por medula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército ni aun en la noche anterior había comido nada. Pero este malestar era insignificante comparado con otro que desde la mañana principió a atormentarnos: la sed, que todo lo destruye, alma y cuerpo, infundiendo una rabia inútil para la guerra, porque no se sacia matando. Es verdad que de Bailén salían en bandadas multitud de mujeres con cántaros de agua para refrescarnos; pero de este socorro apenas podía participar una pequeña parte de la tropa, porque los que estaban en el frente no tenían tiempo para ello. Más de una vez aquellas valerosas mujeres se expusieron al fuego, penetrando en los sitios de mayor peligro, y llevando sus alcarrazas a los artilleros del centro. En los puntos de mayor peligro, y donde era preciso estar con el arma en el puño constantemente, nos disputábamos un chorro de agua con atropellada brutalidad: rompíanse los cántaros al choque de veinte manos que los querían coger, caía el agua al suelo, y la tierra, más sedienta aún que los hombres, se la chupaba en un segundo.
Reding blocks Dupont´s retreat |
¿Por qué sitio pensaban atacarnos los franceses?
Conociendo que el centro era inexpugnable por entonces, siendo el principal
objeto de Dupont abrirse camino hacia Bailén,
y considerando peligroso intentarlo por el ala izquierda, no sólo porque allí
la posición de los españoles era excelente, sino porque les ofrecía un gran
peligro la cuenca del Guadiel, determinaron atacar nuestra ala derecha,
esperando abrir en ella un boquete que les diera paso. Su artillería no cesaba
de arrojar bala rasa, protegiendo la formación de las poderosas columnas que
bien pronto debían hostilizarnos. Al punto se reforzó el ala derecha, se
desplegaron en línea varios batallones, y sin esperar el ataque marcharon hacia
el enemigo, amparados por dos piezas de artillería. El primer momento nos fue
favorable. Pero el olivar vomitó gente y más gente sobre nuestra infantería.
Por un instante confundidas ambas líneas en densa nube de polvo y humo, no se
podía saber cuál llevaba ventaja. Caían los nuestros sobre los imperiales, y la
metralla enemiga les hacía retroceder. Avanzaban ellos, y adquiríamos a nuestra
vez momentánea inferioridad.
Por largo tiempo duró este combate, tanto más cruel,
cuanto era más proporcionado el empuje de una y otra parte, hasta que al fin
observamos síntomas de confusión en nuestras filas. Vimos que se quebraban
aquellas compactas líneas, que retrocedían sin orden, que chocaban unos con
otros los grupos de soldados. La división se conmovió toda, y dos batallones de
reserva avanzaron para restablecer el orden. Gritaban los jefes hasta quedarse
sin voz, y todos se ponían a la cabeza de las columnas, conteniendo a los que
flaqueaban y excitando con ardorosas palabras a los más valientes. Los tercios
de Tejas y el regimiento de Órdenes al frente se lanzaron, mientras el concierto
se restablecía en los cuerpos que hasta entonces habían sostenido el fuego.
Sobre todo el regimiento de Órdenes, uno de los más valientes del ejército, se
arrojó sobre el enemigo con una impavidez que a todos nos dejó conmovidos de
entusiasmo. Su coronel, D. Francisco de Paula Soler, parecía dar fuego a todos
los fusiles con la arrebatadora llama de sus ojos. Con el gesto de su mano
derecha empuñando la espada, que parecía un rayo. Con sus gritos, que
sobresalían entre el granizado tiroteo, sublimando a los soldados.
De tal modo arreciaron la metralla y la fusilería
enemiga, que casi toda la primera fila del valiente regimiento de Órdenes cayó,
cual si una gigantesca hoz la segara. Pero sobre los cuerpos palpitantes de la
primera fila pasó la segunda, continuando el fuego. Como si los tiros franceses
persiguieran con inteligente saña las charreteras, el regimiento vio
desaparecer a muchos de sus oficiales.
Reforzáronse también los enemigos, y desplegando
nueva línea con gente de reserva, avanzaron a la bayoneta, pujantes,
aterradores, irresistibles. ¡Momento de incomparable horror! Figurábaseme ver a
dos monstruos que se baten, mordiéndose con rabia, igualmente fuertes, y que
hallan en sus heridas, en vez de cansancio y muerte, nueva cólera para seguir
luchando.
Cuando las bayonetas se cruzaban, el campo ocupado
por nuestra infantería se clareó a trozos; sentimos el crujido de poderosas
cureñas, rebotando en el suelo de hoyo en hoyo al arrastre de las mulas,
castigadas sin piedad, los cañones de a 12 enfilaron el eje de sus ánimas hacia
las líneas enemigas. Los botes de metralla penetraron en el bronce, se atacaron
con prontitud febril, y un diluvio de puntas de hierro, hendiendo
horizontalmente el aire, contuvo la marcha del frente francés. A un disparo
sucedía otro. La infantería, rehecha, flanqueaba los cañones, y para completar
el acto de desesperación, un grito resonó en nuestro regimiento. Todos los
caballos patalearon, expresando en su ignoto lenguaje que comprendían la
sublimidad del momento. Apretamos con fuerte puño los sables, y medimos la
tierra que se extendía delante de nosotros. La caballería iba a cargar.
Vimos que a todo escape se nos acercó un General,
seguido de gran número de oficiales. Era el marqués de Coupigny, alto, fuerte,
rubio, colorado de suyo, y en aquella ocasión encendido; como si toda su cara
despidiera fuego. Era Coupigny hombre de pocas palabras, pero suplía su escasez
oratoria con la llama de su mirar, que era por sí una proclama. Nosotros
pusimos atención esperando que nos dijera alguna cosa pero el General dispuso
con un gesto la dirección del movimiento, y después nos miró. No necesitamos
más.
— ¡Viva España! ¡Viva el rey Fernando! ¡Mueran los
franceses!—exclamamos todos y el escuadrón se puso en movimiento.
Estábamos formados en columna, y nos desplegamos en
batalla sobre los costados, bajando a buen paso, pero sin precipitación, de la
altura donde habíamos estado. Maniobramos luego para tener a nuestro frente el
flanco enemigo. Las tropas que por allí atacaban dicho flanco doblaron por
cuartas para darnos paso por los claros. El jefe gritó: «A la carga»; picamos
espuela, y ciegamente caímos sobre el enemigo como repentina avalancha. Yo, lo
mismo que Santorcaz, el mayorazgo y los demás de la partida, íbamos en la
segunda fila. Penetraron impetuosamente los de la primera, acuchillando sin
piedad. Los caballos bramaban de furor, sintiéndose heridos a fuego y a hierro.
Algunos caían, dejando morir a sus jinetes, y otros se arrojaban con más
fuerza, destrozando cuanto hallaban bajo sus poderosas manos. Los de la primera
fila hicieron gran destrozo pero a los de la segunda nos costó más trabajo,
porque avanzando demasiado los delanteros, quedamos envueltos por la
infantería, lo cual atenuaba un poco nuestra superioridad. Sin embargo,
destrozábamos pechos y cráneos sin piedad.
Yo vi a Rumblar, ciego de ira, luchando cuerpo a
cuerpo con un francés. Vi a Santorcaz dando pruebas de tener un puño formidable
para el manejo del sable. Usélo con toda la destreza que me era posible, y lo
mismo yo que mis amigos y otros muchos jinetes de mi fila nos internamos
locamente por el grueso de la infantería contraria. Otro escuadrón daba nueva
carga por el mismo flanco, lo cual, observado por nosotros, nos reanimó. No
íbamos mal pero los franceses eran muchos, estaban muy hechos a tales
embestidas, y sabían defenderse bien de la pesadumbre de los caballos, así como
de los sablazos.
Sin embargo, no retrocedían delante de nosotros. Ya
se sabe que siendo el objeto de la caballería producir un gran sacudimiento y
pavor en las filas enemigas por la violencia del primer choque, cuando éste no
da el resultado apetecido, y se empeñan combates parciales entre los caballos y
una numerosa infantería, los primeros corren gran riesgo de desaparecer,
brutales masas, devoradas en aquel hervidero de agilidad y destreza. Aunque en
la carga les causamos gran daño, no les pusimos en dispersión: los combates
parciales se entablaron pronto, y fue preciso que la caballería de España, a
escape traída del ala izquierda, nos reforzase, para no ser envueltos y
perdidos sin remisión. Hubo un momento en que me vi próximo a la muerte. A mi
lado no había más que dos o tres jinetes, que se hallaban en trance tan apurado
como yo. Nos miramos, y comprendiendo que era preciso hacer un supremo
esfuerzo, arremetimos a sablazos con bastante fortuna. Con esto y el pronto
auxilio de la carga hecha en el mismo instante por la caballería de España,
salimos del apuro. Revolviendo atrás, hundí las espuelas, y mi caballo se puso
de un salto en la nueva fila. No vi a mi lado más cara conocida que la de
Marijuán. El Conde y Santorcaz habían desaparecido.
En el mismo instante mi caballo flaqueó de sus
cuartos traseros. Intenté hacerle avanzar, clavándole impíamente las espuelas. El
noble animal, comprendiendo sin duda la inmensidad de su deber y tratando de
sobreponerle a la agudeza de su dolor, dio algunos botes pero cayó al fin,
escarbando la tierra con furia. El desgraciado había recibido una terrible
herida en el vientre, y falto de palabra para expresar su padecimiento,
bramaba, aspirando con ansia el aire inflamado, sacudía el cuello. Parecía dar
a entender que hallando un charco de agua en que remojar la lengua, sus dolores
serían menos vivos, y al fin se abandonó a su suerte, tendiéndose sobre el
campo, indiferente al ruido del cañón y al toque de degüello… (Bailén,
Benito Pérez Galdós, Gutenberg)
Para saber
Benito
Pérez Galdós (10 de mayo de 1843 - 4 de enero de
1920) fue un novelista español,
perteneciente al realismo. Fue la
principal figura literaria en la España
del siglo XIX, y algunos estudiosos lo consideran solo superado por Miguel de Cervantes en estatura como
novelista español.
Galdós
fue un escritor prolífico, que publicó 31 novelas, 46 Episodios Nacionales, 23
obras de teatro y el equivalente a 20 volúmenes de ficción, periodismo y otros
escritos más breves. Sigue siendo popular en España y se le considera igual a Dickens,
Balzac y Tolstoi.
Algunas de sus obras se han traducido al inglés, ya que poco a poco se ha hecho
popular en el mundo anglófono.
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