El hombre camina a través de la helada extensión de
nieve. Se acerca a un fuego que ve a la distancia. Es un hombre que trabaja. El
extraño solicita trabajo pero no hay nada. Nada. Solo hay frío, nieve y hambre...
Algunos párrafos del clásico de la
literatura francesa Germinal, de
Émile Zola.
Más abajo investigamos
un poco sobre el orgullo de Zola al
escribir Germinal, una novela sobre huelgas de mineros en Francia.
Paul Alexis leyendo a Emilio Zola, Paul Cezanne |
Párrafos
Sobre la pradera abierta, bajo un cielo sin
estrellas, tan oscuro y denso como la tinta, un hombre caminaba solo por la
ruta de Marchiennes a Montsou. Era un camino recto pavimentado de diez
kilómetros de longitud, atravesado por campos de remolacha. Ni siquiera podía
ver el suelo negro, y solo sentía el plano, inmenso horizonte junto a las
ráfagas del viento de marzo. Los chubascos tan fuertes como en el mar. Estaba
congelado por las arrolladoras sucesiones de pantano y tierra desnuda…
El hombre había comenzado en Marchiennes cerca de
las dos. Caminaba con grandes pasos, temblando debajo de su chaqueta gastada y
de sus pantalones de corderoy. Un pequeño paquete atado con un pañuelo era su
preocupación. Lo presionaba a su lado, a veces con un codo, a veces con el
otro, de modo que pudiera deslizar las manos al fondo de sus bolsillos. Estaban
entumecidas y sangrantes debajo de los latigazos del viento. Una sola idea
ocupaba su cabeza, la cabeza vacía de un trabajador sin trabajo y sin alojamiento.
Tenía la esperanza que el frío sería menos intenso después de la salida del
sol. Por una hora caminó de esa forma, cuando a la izquierda, a dos kilómetros
de Montsou, vio las llamas rojas. Eran tres fuegos que ardían al aire libre y
parecían suspendidos. Vaciló al principio, medio asustado. No pudo resistirse a
la dolorosa necesidad de calentarse las manos por un momento.
El escarpado camino condujo hacia abajo, y todo
desapareció. Vio a su derecha una pálida pared de tablones gruesos que terminaban
en una línea de carriles, mientras que una verde cuesta se levantaba a la
izquierda superada por confusos techos. Una visión de una aldea con las azoteas
bajas y uniformes. Caminó unos doscientos pasos. Repentinamente, en una curva
en el camino, los fuegos reaparecieron cerca de él, aunque no podía entender
cómo ardían tan arriba en el cielo muerto, como lunas ahumadas. Pero a nivel
del suelo otra cosa llamó su atención. Era una masa pesada, una pila de
edificios bajos de donde se elevaba la silueta de la chimenea de una fábrica.
Destellos ocasionales aparecían de las ventanas sucias. Cinco o seis linternas
melancólicas estaban colgadas afuera de los marcos de la madera ennegrecida,
que contorneaban vagamente las formas gigantescas. Y de esta aparición fantasmagórica,
ahogada en noche y humo, una sola voz se presentó. La respiración gruesa y
larga de una fuga de vapor que no podía ser vista.
Entonces el hombre reconoció una mina. Su
desesperación retornó. ¿Cuál era lo bueno? No habría trabajo. En vez de ir
hacia los edificios decidió subir al promontorio, en el cual ardían en cestas
de hierro los tres fuegos del carbón que daban luz y calor al trabajo. Los
trabajadores en el corte debían haber trabajado hasta tarde. Todavía lanzaban
hacia fuera los desperdicios inútiles. Oyó a los mineros empujar los carros en
las etapas. Podía distinguir las sombras vivas que se inclinaban sobre los
trenes o las tinas cerca de cada fuego.
—Buen día —dijo, mientras se acercaba a una de las
cestas.
Dando la espalda al fuego, el conductor se paró. Era
un hombre viejo, vestido en lana color violeta con un gorro de piel de conejo
en su cabeza. Su caballo, un gran caballo amarillo, esperaba con la inmovilidad
de la piedra mientras se vaciaban los seis carros que había traído…
—Buen día, contestó el viejo.
Hubo silencio. El hombre, que sintió que lo miraban
sospechosamente, inmediatamente dijo su nombre.
—Me llamo Étienne Lantier. Soy maquinista. ¿Hay
algún trabajo aquí?
Las llamas lo iluminaron. Debía tener cerca de
veintiún años de edad. Era un hombre moreno, buen mozo, parecía fuerte a pesar
de sus delgados miembros.
El conductor, así tranquilizado, sacudió su cabeza.
— ¿Trabajo para un maquinista? ¡No, no! Vinieron dos
ayer. No hay nada.
Una ráfaga de viento cortó brevemente su discurso.
Entonces Étienne preguntó, señalando a la sombría pila de edificios al pie de
la plataforma:
— ¿Una mina, no es cierto?
El viejo hombre esta vez no pudo contestar: una tos
violenta lo estranguló. Finalmente escupió. Su escupida dejó una mancha negra
en el suelo púrpura.
—Sí, una mina. La Voreux. ¡Allí! El establecimiento
está bastante cerca.
A su turno, y con el brazo extendido, apuntó en la
noche a la aldea de la cual el joven había visto vagamente las azoteas. Pero
los seis carros estaban vacíos, y él los siguió sin azotar nada, sus piernas
atiesadas por el reumatismo… (Párrafos de Germinal,
de Émile Zola, capítulo 1.)
Para saber
Germinal:
(1855) es la treceava novela de Émile
Zola de la serie Les Rougon-Macquart.
La novela relata en forma realística la historia de una huelga de mineros en el norte de Francia.
Zola
siempre estuvo muy orgulloso de Germinal
y siempre estuvo dispuesto a defender su precisión contra acusaciones de
exageración (por parte de los
conservadores) o de difamación contra las clases trabajadoras (por parte de
los
socialistas). Su investigación había sido minuciosa, especialmente las
partes que implicaban largas visitas de observación a ciudades mineras del
norte de Francia en 1.884, como presenciar de primera mano las secuelas de una
huelga minera paralizante en Anzin o descender a un pozo de carbón en
funcionamiento en Denain. Como resultado, las escenas de la mina son
especialmente vívidas e inquietantes.
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