Los
Schilling, herederos de sangre azul empezaron a perder dinero y propiedades,
mientras que los vecinos, los Wolfram, que empezaron humildemente trabajando en
los telares, empezaron a acumular fortunas en sus bodegas. De “La casa Schilling”, de Eugenia Marlitt…
Los tejedores vecinos, los señores Wolfram, eran
mucho más conservadores que los caballeros de la casa Schilling. Ni derribaban
ni edificaban; no hacían más que conservar y reedificar; en cuanto se caía una
piedra restituíanla en su lugar cuidadosamente. Sin duda, por eso el
“monasterio”, como sus poseedores actuales seguían llamándolo, conservaba el
mismo sello y fisonomía que le habían dado los benedictinos…
Los Wolfram habían cambiado muy pronto el telar por
el arado, y con incansable actividad se dedicaban al cultivo de los campos y al
pastoreo del ganado, en las cercanías de
la ciudad.
Todos eran tacaños, constantes y tenaces; sabían
ahorrar y escatimar sus ganancias y así se fueron sucediendo en la familia unos
a los otros. Los hombres no se avergonzaban ni se eximían de tomar el arado, y
las mujeres de la casa, llegaban puntuales por la noche a su aposento para
despachar la leche, porque no fuese a engañarlas en la venta alguna criada poco
escrupulosa.
Su riqueza iba en aumento y con ella la
consideración de los demás. Fueron llamados por unanimidad a los consejos de la
ciudad y, por último, los señores de Schilling se dignaron fijarse en que
tenían unos vecinos.
Empezó entre ellos desde entonces una amistosa
comunicación. El alto muro de división siguió en pie, pero una soberbia y
fresca parra había tendido en él una espesa celosía y la yedra enroscaba en las
piedras sus obstinados brazos.