Los
Schilling, herederos de sangre azul empezaron a perder dinero y propiedades,
mientras que los vecinos, los Wolfram, que empezaron humildemente trabajando en
los telares, empezaron a acumular fortunas en sus bodegas. De “La casa Schilling”, de Eugenia Marlitt…
Los tejedores vecinos, los señores Wolfram, eran
mucho más conservadores que los caballeros de la casa Schilling. Ni derribaban
ni edificaban; no hacían más que conservar y reedificar; en cuanto se caía una
piedra restituíanla en su lugar cuidadosamente. Sin duda, por eso el
“monasterio”, como sus poseedores actuales seguían llamándolo, conservaba el
mismo sello y fisonomía que le habían dado los benedictinos…
Los Wolfram habían cambiado muy pronto el telar por
el arado, y con incansable actividad se dedicaban al cultivo de los campos y al
pastoreo del ganado, en las cercanías de
la ciudad.
Todos eran tacaños, constantes y tenaces; sabían
ahorrar y escatimar sus ganancias y así se fueron sucediendo en la familia unos
a los otros. Los hombres no se avergonzaban ni se eximían de tomar el arado, y
las mujeres de la casa, llegaban puntuales por la noche a su aposento para
despachar la leche, porque no fuese a engañarlas en la venta alguna criada poco
escrupulosa.
Su riqueza iba en aumento y con ella la
consideración de los demás. Fueron llamados por unanimidad a los consejos de la
ciudad y, por último, los señores de Schilling se dignaron fijarse en que
tenían unos vecinos.
Empezó entre ellos desde entonces una amistosa
comunicación. El alto muro de división siguió en pie, pero una soberbia y
fresca parra había tendido en él una espesa celosía y la yedra enroscaba en las
piedras sus obstinados brazos.
Ya los Schilling no juzgaban como indigno de su
rango el tener a un pequeño Wolfram en la pila bautismal, y cuando convidaban a
su mesa a su vecino, no le miraban olímpicamente desde el pedestal de su
orgullo. A mediados del siglo XIX había comenzado el reino de las letras de
cambio, y soplaban tan malos vientos para los de sangre azul, que mientras el
tejedor, tan menospreciado en un tiempo, rodeado de la aureola del patricio
llenaba sus arcas y adquiría excelentes fincas, las de los Schilling se
vaciaban de una manera aterradora.
Castillo de Sondershausen |
Su caudal lo habían dilapidado en locuras suntuosas
hasta tal extremo, que el último señor de la familia, endeudado y próximo a la
ruina, tuvo que hipotecar, a la muerte de su primo, todas sus propiedades y
dominios. Y esto fue la salvación de aquella familia que se hundía, pues el
único hijo del orgulloso magnate se casó con la hija única del difunto
restituyendo con su matrimonio todos los bienes a la casa de Schilling. Esto
sucedió en el año 1860.
Y en el mismo año tan propicio y tan beneficioso
para los Schilling se verificó un acontecimiento que fue recibido en la casa
vecina con gran júbilo.
La familia de los Wolfram durante varias
generaciones había sido muy poco prolífera; quince años hacía que no habían
tenido ningún heredero varón…
(La casa
Schilling, de Eugenia Marlitt.
Traducción de F. Álvarez, 1944)
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La autora
Entre 1865 y 1885 Eugenia Marlitt escribió y publicó todas sus novelas, que fueron
verdaderos bestsellers en su momento. Como el argumento de sus novelas gira
siempre alrededor de alguna historia de amor, muchos críticos la han
considerado una típica escritora de novela rosa. Sin embargo, la calidad de su
escritura, así como el modo en que representó su época y en que hizo una
crítica a la opresión de las mujeres de su tiempo, dotan a su obra de un valor
literario añadido.
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