domingo, 12 de noviembre de 2017

Bola de grasa



Guy de Maupassant, en su Bola de Grasa, cuenta el cambio que sufre el pueblo tras la invasión de los alemanes en la guerra franco prusiana

… Las ordenes gritadas en tonos extraños hicieron eco en las casas desiertas y aparentemente muertas, mientras que desde adentro ojos furtivos miraban a los conquistadores, dueños por la fuerza de la ciudad, de las vidas y fortunas de sus habitantes. La gente en sus oscuras viviendas se sentía presa sin esperanzas, como deviene a los hombres antes de las inundaciones, las devastaciones de la tierra ante las cuales cualquier fuerza es inútil… pequeños grupos tocaban en las puertas y desaparecían en las casas. Era la ocupación del invasor. Ahora correspondía a los vencidos hacerse agradables a los vencedores.

Después de un tiempo las primeras alarmas habiéndose apagados, un nuevo sentimiento de tranquilidad empezó a sentirse. En muchas familias los oficiales prusianos compartieron las comidas. Frecuentemente eran caballeros, y expresaron su pena por Francia y su repugnancia en tener que tomar parte de tal guerra. Ellos se mostraron agradecidos por este sentimiento, además, ¿quién sabía cuándo podrían necesitar su protección? Al ganar su buena voluntad uno podía tener menos hombres que alimentar. ¿Y por qué ofender a alguien del que uno era totalmente dependiente? Eso no sería bravura sino temeridad… sobre todo, decían, con la urbanidad de los franceses, era seguramente permitido ser amable en privado, a la vez que se mantenían alejados de los soldados extranjeros en público. En las calles, por lo tanto, se ignoraban mutuamente, pero en el interior eran perfectamente amigables y cada noche encontraba a un alemán quedándose más tiempo alrededor del fuego familiar.
Gradualmente el pueblo volvió a tener su aspecto habitual. Los habitantes franceses no salían mucho pero los soldados prusianos se agolpaban en las calles. Por lo demás los húsares azules que desplegaban sus poderosos implementos de muerte por el pavimento no parecían tener un desprecio mayor por los ciudadanos que los oficiales de caballería que habían bebido en los mismos cafés el año anterior. Sin embargo, había algo en el aire, algo sutil e indefinido, una intolerable atmósfera como el de un olor difuso, el olor de la invasión. Llenaba los lugares privados y públicos, afectando el sabor de las comidas, y daba la impresión de estar en un viaje, lejos de casa, entre bárbaros.
Los conquistadores demandaban dinero, mucho dinero. Los habitantes pagaban y pagaban, pero estos eran ricos. Pero mientras más rico un comerciante Normando era, más sufría el ver cada partícula de su fortuna pasar a otras manos.
Más allá del pueblo, sin embargo, siguiendo el curso del río cerca de Croisset Dieppedalle o Biessard, los marineros y los pescadores sacaban el cuerpo hinchado de algún uniformado alemán, asesinado por un cuchillo o un golpe, su cabeza partida por una piedra o arrojado al agua desde un puente. La lama del río se tragaba muchos actos de venganza, oscuros, salvajes y legítimos. Desconocidos actos de heroísmo, matanzas salvajes más peligrosas para el que las hacía que las batallas a la luz del día y sin las explosiones de gloria de las trompetas.
Porque el odio al extranjero es siempre lo suficientemente fuerte para armar a aquellos intrépidos que están listos a morir por una idea.
Al final, viendo que aunque los invasores habían sujetado la ciudad a su inflexible disciplina, no habían cometido ningún horror de los que se rumoreaba cometerían, los valiosos vecinos se recompusieron y el espíritu comercial comenzó otra vez. Algunos de ellos tenían importantes negocios en Havre, entonces ocupada por el ejército francés, trataban de alcanzar aquel puerto yendo a través de Dieppe y desde allí tomando un barco.
Tomaban ventaja de la influencia de los oficiales alemanes con los que habían desarrollado una amistad y se obtenía un pasaporte del general al mando.
Habiendo asegurado una gran diligencia con cuatro caballos para el viaje, y diez personas enroladas en la oficina, resolvieron empezar el viaje un martes a la mañana al amanecer, para evitar cualquier comentario malicioso.
Por algunos días el piso había endurecido con la escarcha y el martes, alrededor de las tres de la tarde, gruesas nubes del norte trajeron la nieve, que cayó con intermitencia durante toda la noche.
A las cuatro y media los viajeros se reunieron en el patio del Hotel de Normandie, de donde iban a empezar… (Bola de grasa, de Guy de Maupassant)
Outer harbour of Le Havre, Camille Pissarro
Outer harbour of Le Havre, Camille Pissarro

Para saber
El Havre es una ciudad en la región de Normandía, en el noroeste de Francia, situada en el lado derecho del estuario del río Siena. Su puerto es el segundo más grande después del de Marsella. El nombre Havre significa puerto y sus habitantes se denominan Havrais o Havraises (en inglés).

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