Guy
de Maupassant, en su Bola de Grasa, cuenta el cambio que sufre el pueblo tras la
invasión de los alemanes en la guerra franco
prusiana…
… Las ordenes gritadas en tonos extraños hicieron
eco en las casas desiertas y aparentemente muertas, mientras que desde adentro
ojos furtivos miraban a los conquistadores, dueños por la fuerza de la ciudad,
de las vidas y fortunas de sus habitantes. La gente en sus oscuras viviendas se
sentía presa sin esperanzas, como deviene a los hombres antes de las
inundaciones, las devastaciones de la tierra ante las cuales cualquier fuerza
es inútil… pequeños grupos tocaban en las puertas y desaparecían en las casas.
Era la ocupación del invasor. Ahora correspondía a los vencidos hacerse
agradables a los vencedores.
Después de un tiempo las primeras alarmas habiéndose
apagados, un nuevo sentimiento de tranquilidad empezó a sentirse. En muchas
familias los oficiales prusianos compartieron las comidas. Frecuentemente eran
caballeros, y expresaron su pena por Francia y su repugnancia en tener que
tomar parte de tal guerra. Ellos se mostraron agradecidos por este sentimiento,
además, ¿quién sabía cuándo podrían necesitar su protección? Al ganar su buena
voluntad uno podía tener menos hombres que alimentar. ¿Y por qué ofender a
alguien del que uno era totalmente dependiente? Eso no sería bravura sino
temeridad… sobre todo, decían, con la urbanidad de los franceses, era
seguramente permitido ser amable en privado, a la vez que se mantenían alejados
de los soldados extranjeros en público. En las calles, por lo tanto, se
ignoraban mutuamente, pero en el interior eran perfectamente amigables y cada
noche encontraba a un alemán quedándose más tiempo alrededor del fuego
familiar.
Gradualmente el pueblo volvió a tener su aspecto
habitual. Los habitantes franceses no salían mucho pero los soldados prusianos
se agolpaban en las calles. Por lo demás los húsares azules que desplegaban sus
poderosos implementos de muerte por el pavimento no parecían tener un desprecio
mayor por los ciudadanos que los oficiales de caballería que habían bebido en
los mismos cafés el año anterior. Sin embargo, había algo en el aire, algo
sutil e indefinido, una intolerable atmósfera como el de un olor difuso, el
olor de la invasión. Llenaba los lugares privados y públicos, afectando el
sabor de las comidas, y daba la impresión de estar en un viaje, lejos de casa,
entre bárbaros.
Los conquistadores demandaban dinero, mucho dinero. Los
habitantes pagaban y pagaban, pero estos eran ricos. Pero mientras más rico un
comerciante Normando era, más sufría el ver cada partícula de su fortuna pasar
a otras manos.
Más allá del pueblo, sin embargo, siguiendo el curso
del río cerca de Croisset Dieppedalle o Biessard, los marineros y los
pescadores sacaban el cuerpo hinchado de algún uniformado alemán, asesinado por
un cuchillo o un golpe, su cabeza partida por una piedra o arrojado al agua desde
un puente. La lama del río se tragaba muchos actos de venganza, oscuros,
salvajes y legítimos. Desconocidos actos de heroísmo, matanzas salvajes más
peligrosas para el que las hacía que las batallas a la luz del día y sin las
explosiones de gloria de las trompetas.
Porque el odio al extranjero es siempre lo
suficientemente fuerte para armar a aquellos intrépidos que están listos a
morir por una idea.
Al final, viendo que aunque los invasores habían
sujetado la ciudad a su inflexible disciplina, no habían cometido ningún horror
de los que se rumoreaba cometerían, los valiosos vecinos se recompusieron y el
espíritu comercial comenzó otra vez. Algunos de ellos tenían importantes
negocios en Havre, entonces ocupada
por el ejército francés, trataban de alcanzar aquel puerto yendo a través de
Dieppe y desde allí tomando un barco.
Tomaban ventaja de la influencia de los oficiales
alemanes con los que habían desarrollado una amistad y se obtenía un pasaporte
del general al mando.
Habiendo asegurado una gran diligencia con cuatro
caballos para el viaje, y diez personas enroladas en la oficina, resolvieron
empezar el viaje un martes a la mañana al amanecer, para evitar cualquier
comentario malicioso.
Por algunos días el piso había endurecido con la
escarcha y el martes, alrededor de las tres de la tarde, gruesas nubes del
norte trajeron la nieve, que cayó con intermitencia durante toda la noche.
A las cuatro y media los viajeros se reunieron en el
patio del Hotel de Normandie, de donde iban a empezar… (Bola
de grasa, de Guy de
Maupassant)
Outer harbour of Le Havre, Camille Pissarro |
Para
saber
El
Havre es una ciudad en la región de Normandía, en el
noroeste de Francia, situada en el lado derecho del estuario del río Siena. Su puerto
es el segundo más grande después del de Marsella. El nombre Havre significa puerto y sus habitantes
se denominan Havrais o Havraises (en inglés).
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