viernes, 12 de agosto de 2016

Los dioses tienen sed

Donde los revolucionarios trabajan a destajo para enfrentar las conspiraciones y la falta de compromiso en la época más crítica de la revolución en Francia. Del maestro de la literatura Anatole France, Los dioses tienen sed.

Más abajo una foto de Anatole France en 1.910…

 

Introducción

The Gods Are Athirst (Les dieux ont soif), también traducida como The Gods Are Thirsty o The Gods Will Have Blood, es una novela de 1.912 de Anatole France. Tiene lugar en Paris in 1793–1794, estrechamente atada a eventos específicos de la revolución francesa.

 

Párrafos

… aunque no tenía dinero, Evaristo figuraba entre los miembros activos de la Sección. La ley solo concedía estos honores a los ciudadanos suficientemente ricos para pagar una contribución equivalente a tres jornales. Fortunato Trubert dejó la pluma.

—Ciudadano Evaristo, vete a la Convención y pide instrucciones para excavar en los sótanos, colar la tierra y recoger el salitre. No basta que tengamos cañones, también es preciso tener pólvora.

Un jorobadito entró en la que fuera sacristía, con la pluma detrás de la oreja y unos papeles en la mano. Era el ciudadano Beauvisage, del Comité de Vigilancia.

—Ciudadanos —dijo —el telégrafo nos comunica malas noticias. Custine ha evacuado Landau.

— ¡Custine es un traidor! —gritó Gamelin.

—Los guillotinaremos —dijo Beauvisage.

Trubert, con la voz algo fatigada, se expresó, como de costumbre, serenamente:

—La Convención no ha creado un Comité de Salvación Pública para pequeñeces. Traidor o inepto, Custine será juzgado con arreglo a su conducta, substituido por un general resuelto a vencer.

Mientras removía los papeles clavó en ellos su mirada.

—Para que nuestros soldados cumplan con su deber sin vacilaciones y sin desfallecimientos, necesitan estar persuadidos de que dejan asegurada la suerte de aquellos a quienes abandonan en su hogar. Si eres del mismo parecer, ciudadano Gamelin, solicitarás conmigo en la próxima asamblea que el Comité de Beneficencia se ponga de acuerdo con el Comité Militar para socorrer a las familias necesitadas que tengan un pariente en la guerra.

Y sonriente, canturreó: “¡ca-irá, ca-irá!”

Sujeto a su mesa de pino sin barnizar, durante doce o catorce horas al día, aquel humilde secretario de un Comité de Sección, que trabajaba para defender a su patria en peligro, no advertía la desproporción entre lo enorme de su empresa y la pequeñez de sus medios, porque se identificaba en un común esfuerzo con todos los patriotas, porque su pensamiento se amalgamaba con el pensamiento de la Nación, porque su vida se fundía en la vida de un pueblo heroico. Era de los que, pacientes y entusiastas, después de cada derrota preparaban el triunfo inverosímil y seguro. Así llegarían a vencer. Aquellos hombres insignificantes que habían derribado la monarquía y destruido la vieja sociedad, Trubert, el humilde constructor de aparatos ópticos, Evaristo Gamelin, el pintor sin fama, no podían prometer un rasgo de piedad en sus enemigos; solo se les brindaba la victoria y la muerte. Tal era la razón de su fervor y de su inquebrantable serenidad.

Al salir de las Barnabitas, Evaristo se encaminó hacia la plaza Delfina, llamada de Thionville para conmemorar el heroísmo de una fortaleza inexpugnable.

Situada en el barrio más frecuentado de París, aquella plaza había perdido desde el siglo anterior su ordenada y bella estructura. Los hoteles que formaban tres de sus lados en la época de Enrique IV, construidos uniformemente para magistrados opulentos con ladrillo rojo y piedra blanca, habían perdido sus nobles techumbres de pizarra o fueron derribados hasta los cimientos para convertirse en casas de tres o cuatro pisos, miserables, construidas con ruines cascotes, que abrían sobre sus muros desiguales, pobres y sucios, numerosas ventanas irregulares y estrechas donde había tiestos de flores, jaulas de pájaros, ropa blanca puesta a secar. Allí albergaba una muchedumbre de artesanos, plateros, cinceladores, relojeros, ópticos, impresores, costureras, lavanderas y viejos curiales que no habían sido arrastrados con la antigua justicia por la borrasca revolucionaria.

Era una mañana primaveral. Juveniles rayos de sol, embriagadores como el vino dulce, alegraban los muros y se deslizaban juguetones y risueños en las buhardillas. En las ventanas abiertas aparecían las despeinadas cabezas de las mujeres. El escribano del Tribunal Revolucionario al ir desde su casa a la oficina, sin detenerse, acariciaba los rostros de los niños que le salían al encuentro mientras correteaban a la sombra de los árboles. En el Puente Nuevo se oía pregonar la traición del infame Dumouriez.

Evaristo habitaba en aquella pieza, esquina a la calle del Reloj, una casa del tiempo de Enrique IV, que tendría buen aspecto aún si no la hubieran afeado con la añadidura de un pico y una buhardilla cubierta de tejas. Para acomodar la morada de algún viejo parlamentario a las necesidades de familias burguesas y artesanas, habían multiplicado los tablones y los desvanes. Por esto era tan estrecha y ahogada la vivienda que tenía en el entresuelo el ciudadano Remacle, sastre y portero, el cual aparecía encogido tras la vidriera mientras cosía un uniforme de guardia nacional con las piernas cruzadas sobre la mesa y tropezando en el techo con la nuca. La ciudadana Remacle, desde su cocina sin chimenea, envenenaba a los vecinos con el humo del aceite y el vaho de los guisotes, y en el quicio de la puerta, su hija Josefina, pringada siempre, hermosa como un sol, jugaba con Mouton, el perro del ebanista. La ciudadana Remacle, mujer de mucho corazón, de abultado pecho y sólidas caderas, daba que decir, porque la tildaban de complaciente con su vecino el ciudadano Dupont mayor, uno de los doce del Comité de Vigilancia. Y su marido, enojado por aquella sospecha, suscitaba terrible altercados y ruidosas reconciliaciones que alborotaban sucesivamente la casa en cuyos pisos altos vivían el ciudadano Chaperon, joyero que tenía la tienda en la calle del Reloj, un practicante de sanidad, un legista, un orfebre y varios empleados de la Audiencia… (Párrafos de Los dioses tienen sed, de Anatole France.)

Anatole France 1910
Anatole en 1.910


Mi edición

Mi edición de Los dioses tienen sed está bastante bien conservada. En la primera página tiene un sello azul donde se lee: Librería Sarmiento, Kostzer Hnos., sucursal, España 696, Salta. Es una edición de Editorial Calomino, La Plata, de 1945. Aparentemente estas publicaciones eran de tirada popular, con letras demasiado pequeñas y a un precio de: ¡1 peso! No sé por qué motivo alguien la firmó, en aquella primera hoja, y puso un año, 1.947.

¿El precio hoy? 16,95 dólares (más o menos 8.300 pesos argentinos) en Amazon, edición de bolsillo (paperback), a lo que habría que añadirle el costo del envío. Lo que se dice, la inflación.

 

Artículos relacionados

… and are resurrected but without their souls and they can take orders and they´re supposed never to be tired… Zora Neale Hurston

Se opuso al régimen zarista y por un tiempo estuvo asociado con Vladimir Lenin… Máximo Gorki

En un instante se nos mostró lo que era la movilización: una gran interrupción en el flujo normal del tráfico, como la ruptura repentina de… Fighting France

 

Si visitas Salta puedes alojarte en el Mirador de la Viña, un departamento completamente amoblado (en el centro de la capital), apto para 3 personas, y que alquilamos a los seguidores del blog con un descuento especial. Deja tu mail que te enviaremos más información.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja aquí tus mensajes, comentarios o críticas. Serán bienvenidos