Donde los revolucionarios trabajan a destajo para
enfrentar las conspiraciones y la falta de compromiso en la época más crítica
de la revolución en Francia. Del
maestro de la literatura Anatole France,
Los dioses tienen sed.
Más abajo una foto de Anatole France en 1.910…
Introducción
The
Gods Are Athirst (Les dieux ont soif), también traducida como The Gods Are Thirsty o The
Gods Will Have Blood, es una novela de 1.912 de Anatole France. Tiene lugar en Paris
in 1793–1794, estrechamente atada a eventos específicos de la revolución francesa.
Párrafos
… aunque no tenía dinero, Evaristo figuraba entre
los miembros activos de la Sección. La ley solo concedía estos honores a los
ciudadanos suficientemente ricos para pagar una contribución equivalente a tres
jornales. Fortunato Trubert dejó la pluma.
—Ciudadano Evaristo, vete a la Convención y pide
instrucciones para excavar en los sótanos, colar la tierra y recoger el
salitre. No basta que tengamos cañones, también es preciso tener pólvora.
Un jorobadito entró en la que fuera sacristía, con
la pluma detrás de la oreja y unos papeles en la mano. Era el ciudadano
Beauvisage, del Comité de Vigilancia.
—Ciudadanos —dijo —el telégrafo nos comunica malas
noticias. Custine ha evacuado Landau.
— ¡Custine es un traidor! —gritó Gamelin.
—Los guillotinaremos —dijo Beauvisage.
Trubert, con la voz algo fatigada, se expresó, como
de costumbre, serenamente:
—La Convención no ha creado un Comité de Salvación
Pública para pequeñeces. Traidor o inepto, Custine será juzgado con arreglo a
su conducta, substituido por un general resuelto a vencer.
Mientras removía los papeles clavó en ellos su
mirada.
—Para que nuestros soldados cumplan con su deber sin
vacilaciones y sin desfallecimientos, necesitan estar persuadidos de que dejan
asegurada la suerte de aquellos a quienes abandonan en su hogar. Si eres del
mismo parecer, ciudadano Gamelin, solicitarás conmigo en la próxima asamblea
que el Comité de Beneficencia se ponga de acuerdo con el Comité Militar para
socorrer a las familias necesitadas que tengan un pariente en la guerra.
Y sonriente, canturreó: “¡ca-irá, ca-irá!”
Sujeto a su mesa de pino sin barnizar, durante doce
o catorce horas al día, aquel humilde secretario de un Comité de Sección, que
trabajaba para defender a su patria en peligro, no advertía la desproporción
entre lo enorme de su empresa y la pequeñez de sus medios, porque se
identificaba en un común esfuerzo con todos los patriotas, porque su
pensamiento se amalgamaba con el pensamiento de la Nación, porque su vida se
fundía en la vida de un pueblo heroico. Era de los que, pacientes y
entusiastas, después de cada derrota preparaban el triunfo inverosímil y
seguro. Así llegarían a vencer. Aquellos hombres insignificantes que habían
derribado la monarquía y destruido la vieja sociedad, Trubert, el humilde
constructor de aparatos ópticos, Evaristo Gamelin, el pintor sin fama, no
podían prometer un rasgo de piedad en sus enemigos; solo se les brindaba la
victoria y la muerte. Tal era la razón de su fervor y de su inquebrantable
serenidad.
Al salir de las Barnabitas, Evaristo se encaminó
hacia la plaza Delfina, llamada de Thionville para conmemorar el heroísmo de
una fortaleza inexpugnable.
Situada en el barrio más frecuentado de París,
aquella plaza había perdido desde el siglo anterior su ordenada y bella
estructura. Los hoteles que formaban tres de sus lados en la época de Enrique
IV, construidos uniformemente para magistrados opulentos con ladrillo rojo y
piedra blanca, habían perdido sus nobles techumbres de pizarra o fueron
derribados hasta los cimientos para convertirse en casas de tres o cuatro
pisos, miserables, construidas con ruines cascotes, que abrían sobre sus muros
desiguales, pobres y sucios, numerosas ventanas irregulares y estrechas donde
había tiestos de flores, jaulas de pájaros, ropa blanca puesta a secar. Allí
albergaba una muchedumbre de artesanos, plateros, cinceladores, relojeros,
ópticos, impresores, costureras, lavanderas y viejos curiales que no habían
sido arrastrados con la antigua justicia por la borrasca revolucionaria.
Era una mañana primaveral. Juveniles rayos de sol,
embriagadores como el vino dulce, alegraban los muros y se deslizaban
juguetones y risueños en las buhardillas. En las ventanas abiertas aparecían
las despeinadas cabezas de las mujeres. El escribano del Tribunal
Revolucionario al ir desde su casa a la oficina, sin detenerse, acariciaba los
rostros de los niños que le salían al encuentro mientras correteaban a la
sombra de los árboles. En el Puente Nuevo se oía pregonar la traición del
infame Dumouriez.
Evaristo habitaba en aquella pieza, esquina a la
calle del Reloj, una casa del tiempo de Enrique IV, que tendría buen aspecto
aún si no la hubieran afeado con la añadidura de un pico y una buhardilla
cubierta de tejas. Para acomodar la morada de algún viejo parlamentario a las
necesidades de familias burguesas y artesanas, habían multiplicado los tablones
y los desvanes. Por esto era tan estrecha y ahogada la vivienda que tenía en el
entresuelo el ciudadano Remacle, sastre y portero, el cual aparecía encogido
tras la vidriera mientras cosía un uniforme de guardia nacional con las piernas
cruzadas sobre la mesa y tropezando en el techo con la nuca. La ciudadana
Remacle, desde su cocina sin chimenea, envenenaba a los vecinos con el humo del
aceite y el vaho de los guisotes, y en el quicio de la puerta, su hija
Josefina, pringada siempre, hermosa como un sol, jugaba con Mouton, el perro
del ebanista. La ciudadana Remacle, mujer de mucho corazón, de abultado pecho y
sólidas caderas, daba que decir, porque la tildaban de complaciente con su
vecino el ciudadano Dupont mayor, uno de los doce del Comité de Vigilancia. Y
su marido, enojado por aquella sospecha, suscitaba terrible altercados y
ruidosas reconciliaciones que alborotaban sucesivamente la casa en cuyos pisos
altos vivían el ciudadano Chaperon, joyero que tenía la tienda en la calle del
Reloj, un practicante de sanidad, un legista, un orfebre y varios empleados de
la Audiencia… (Párrafos de Los dioses
tienen sed, de Anatole France.)
Anatole en 1.910 |
Mi edición
Mi edición de Los
dioses tienen sed está bastante bien conservada. En la primera página tiene
un sello azul donde se lee: Librería Sarmiento, Kostzer Hnos., sucursal, España
696, Salta. Es una edición de Editorial Calomino, La Plata, de 1945.
Aparentemente estas publicaciones eran de tirada popular, con letras demasiado
pequeñas y a un precio de: ¡1 peso! No sé por qué motivo alguien la firmó, en
aquella primera hoja, y puso un año, 1.947.
¿El precio hoy? 16,95 dólares (más o menos 8.300 pesos
argentinos) en Amazon, edición de
bolsillo (paperback), a lo que habría que añadirle el costo del envío. Lo que
se dice, la inflación.
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