El Conde
de Monte Cristo es una novela de aventuras del autor francés Alejandro
Dumas, padre. Fue completada en 1844, sugerida por el escritor fantasma Auguste
Maquet.
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la
señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como
suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un piloto, que pasó
por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión
y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de
curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre
todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los astilleros
de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el
estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasareigne
y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres velas,
su gran foque y el mástil. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos
movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia,
preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los
más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna
desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha
lentitud, seguía este avanzando con todas las condiciones de los buques bien
gobernados.
En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se
disponía a hacer que El Faraón enfilase a la estrecha boca del puerto de
Marsella; un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba
cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.
Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San
Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo
contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le
llevasen al Faraón, al que alcanzó frente al muelle de La Reserva.
Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su
puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el costado del
buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura,
cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda
su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados
a luchar con los peligros desde su infancia.
— ¡Ah! ¡Sois vos, Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el del
bote—. ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la
tripulación?
— Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel —respondió Edmundo—.
Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…
— ¿Y el cargamento? —preguntó con ansia el naviero.
—Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…
— ¿Qué le ha sucedido? —preguntó el naviero, ya más tranquilo—. ¿Qué le
ocurrió a ese valiente capitán?
— Murió.
— ¿Cayó al mar?
— No, señor; murió de una fiebre cerebral, en medio de horribles
padecimientos.
Volviéndose luego hacia la tripulación:
— ¡Hola! —dijo—. Cada uno a su puesto, vamos a anclar.
La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez
marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a
cargar velas.
Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y
viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.
— Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? —continuó el naviero.
— ¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con
el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado,
y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a
los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa
decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los
pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las
conservamos y las traemos a su viuda.
»Es muy triste, ciertamente —prosiguió el joven con melancólica sonrisa—,
haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después
en su cama como otro cualquiera
— ¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? —replicó el naviero, cada vez
más tranquilo—; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a
los jóvenes; de no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el
cargamento… (de El Conde de Monte Cristo,
de Alejandro Dumas)
Destacado
Esmirna: antigua ciudad griega en la costa
egea de Anatolia. Nombre actual: Izmir.
Trieste: (/triːˈɛst/ en ingles) ciudad y puerto
en el noreste de Italia, entre el Adriático y Eslovenia. A través de la
historia ha sido influenciada por las culturas latinas, eslovacas y alemanas.
Nápoles: (Naples /ˈneɪpəlz/ en ingles) capital
de la región de Campania en Italia y la tercera más grande municipalidad en
Italia.
Marsella: (Marseilles en ingles) cuidad en
Francia localizada en la costa sur.
Legión de Honor: la Legión de Honor es la
orden francesa más alta por méritos civiles y militares, establecida en 1802
por Napoleón Bonaparte. La orden es dividida en cinco grados: Knight,
Officer, Commander, Grand Officer y Grand Cross.
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